El coche finalmente dejó atrás
la última calle de la ciudad y enfiló la carretera. A Megan no le gustaba
conducir sola, y menos cuando la altura del sol indicaba que iba a llegar de
noche. Aunque había hecho aquel trayecto docenas de veces y la carretera le era
familiar, no era una zona muy poblada y tan sólo había una gasolinera con un
pequeño y destartalado bar a mitad del camino. Megan pisó el acelerador y se
dispuso a recorrer los cuarenta kilómetros que la separaban de su casa. El día
había sido largo, como todos, y el viaje de regreso, aunque cansado, le servía
para exorcizar todos los fantasmas que la acosaban a lo largo del día, durante
semanas, desde la separación.
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