A las seis de la mañana, como
cada día, Alysa despertó con una sacudida de su madre.
—¡Venga, arriba! ¡Que la vaca
no espera!
Con la desgana de la rutina,
Alysa se levantó del camastro y se remojó los ojos con el agua que había en una
palangana, junto a la ventana. Luego, con sumo cuidado, como si le fuera la
vida en ello, se remetió la camisola en la falda y procedió a arreglarse el
cabello frente a un trozo de espejo picado que colgaba de la pared y que a
duras penas reflejaba la poca luz del amanecer. Su madre, que hacía rato que
andaba por la casa, se la quedó mirando con frustración.
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