Tener butano en casa era cosa
de ricos. Por eso, cuando aquella Navidad decidieron comprarle un camión de
juguete no fue uno vulgar, de los que llevan cualquier cosa pero siempre vienen
vacíos. Tampoco fue uno pequeño, de los que parecen hechos para conversar con
las furgonetas sobre amores imposibles. Fue uno enorme.
Era un camión con la cabina de color rojo y unos faros como
los ojos de una rata, que miraban fijamente sin decir nada. La rejilla del
radiador reproducía una mueca un poco triste, porque los extremos se inclinaban
hacía abajo, pero a Max le gustaba. Era demasiado joven para entender de
melancolías y sonrisas caídas. Lo único que le importaba eran las veinte
bombonas de plástico, todas de estricto color butano, que se acumulaban en el
remolque.
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