Siempre le habían gustado las
películas en blanco y negro sobre la América de la Depresión. En especial, le
gustaban las que en algún momento el protagonista, por alguna razón, se subía a
un tren de carga, casi siempre en marcha, y se alejaba del lugar. El vagón casi
nunca estaba vacío. En él solían viajar otros buscadores de fortuna, maleantes
o desgraciados en busca de paisajes. El suelo estaba cubierto de paja, porque a
menudo eran vagones de transporte de ganado, y si hacía mal tiempo o el tren
corría mucho, el portón lateral se cerraba deslizándolo hacia un lado. Luego,
dentro del vagón, la vida continuaba por nuevos derroteros en espera de la
tierra prometida. A veces había confesiones, o peleas, o besos, o siestas
reparadoras. A veces se compartía algo de comer o de beber. A veces había
muerte, pero el vagón estaba lleno de vida. Fuera lo que fuera, el tren seguía
su curso inexorable hasta la estación de destino.
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