Treinta y tres...

Treinta y tres maneras de ver la vida (o treinta y tres opciones para no verla).
Del cielo llovieron colores, de P.T. Debonair (Pere Gallardo-Torrano), es una colección de treinta y tres relatos breves cuyos personajes transitan por el mundo de puntillas, como para no ofender con su existencia. Su viaje es fugaz, pero intenso. En su deambular, algunos encuentran paisajes inesperados, otros descubren mundos interiores, otros, en fin, creen recordar tiempos mejores. Todos, sin embargo, aspiran a olvidar sueños grises y pugnan por proyectar en el futuro sus deseos en color.

jueves, 20 de febrero de 2014

Un océano de caras sonrientes

      «Toda una vida después». Así lo tituló el periódico.
     El mensaje había sido introducido en una botella por un hombre abandonado en un islote del Pacífico inmediatamente después de la rendición del Japón. «Salvadme. Estoy vivo», decía el papel, escrito en japonés y en inglés. Unas coordenadas copiadas de una carta de navegación indicaban el lugar de procedencia de la botella, que vagó por el océano durante décadas en busca de lector. Sesenta y ocho años después, las redes de un pesquero coreano capturaron una botella sin lustre entre millones de escamas moribundas, a poco más de doscientas millas del punto de origen.


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Sal y azúcar

      Las facciones de Miranda eran de esas que hacen volver la cabeza a los hombres, no por su sensualidad tumultuosa o por su perfección avasalladora; al contrario, la combinación de rasgos peculiares creaba un cuadro impresionista bajo la catarata rojiza que rebotaba en sus hombros y se iluminaba con resplandores propios del amanecer cada vez que sonreía. Desde siempre le habían dicho que no era guapa, pero que tenía un encanto que algún día rompería corazones. Y con los años, ella había aprendido a aceptar lo que no era, para enorgullecerse de lo que algún día podría hacer.


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Del cielo llovieron colores

     Nunca había creído en los agoreros ni en los que veían el final del mundo a la vuelta de la esquina, y la frase «cualquier tiempo pasado fue mejor» le parecía una sandez que a base de tanto generalizar no quería decir nada. Cada vez que sus amigos sacaban el tema de las profecías mayas sobre el fin del mundo el veintiuno de diciembre de 2012 se lanzaba con retintín sobre ellos, evocando la patraña consumista que se había articulado en torno al colapso informático que se tenía que producir el uno de enero del año 2000. Después, para culminar su sarcasmo,  les recordaba los hombres-anuncio americanos, con un cartel delante y otro detrás conminando a los transeúntes a arrepentirse, porque el final está cerca.


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La hora del bocadillo

    Los grandes espacios le fascinaban y le dejaban sin habla. Y no era para menos. Tenía ante sí una extensión de agua que se extendía bajo sus pies y más allá, durante kilómetros. La estrecha carretera de servicio que atravesaba la presa era como una tímida raya hecha con un bolígrafo a punto de acabar la tinta. Hacia el norte, el pantano extendía un espejo azul grisáceo donde, cuando el viento lo permitía y los movimientos del agua se apaciguaban, las nubes recortaban imágenes, formas y suspiros. 


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Amores perros

    Fue un ataque rápido y también debió ser doloroso. Por suerte para Nico, duró poco. Yo estaba adormilado sobre el sofá. Noté una patada en el suelo y abrí los ojos con sobresalto. Nico se retorcía frente a mí. Su cara, normalmente afable, estaba desencajada. Con la mano derecha se apretaba el antebrazo y se daba golpes en el pecho. Al cabo de un instante cayó al suelo sin sentido. Yo me acerqué inmediatamente y noté que su cuerpo ya no era el mismo. De hecho, su cuerpo seguía allí, pero Nico se había ido. Di un par de vueltas a la habitación sin saber qué hacer. Después me recosté a su lado, apoyé la cabeza sobre su pecho y cerré los ojos.


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Día de compras

     Tras una mañana de compras, la señora Amelia acercó la tarjeta magnética al lector rectangular que había anclado a la barra, al lado del conductor. Un suspiro metálico y un guiño verde le dieron la bienvenida. Después avanzó tres pasos y se dejó caer en un asiento individual. Colocó las bolsas con sus tesoros sobre su regazo y dejó escapar su mirada a través de la ventanilla. El autobús se puso en marcha con suavidad, y la señora Amelia decidió que lo mejor de los viajes era la determinación para comenzarlos.


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Viajes organizados

   Cuando, cansado y hastiado del trabajo del día, premió a su cuerpo con un movimiento lento y premeditado que le llevó a hundirse en el sillón de piel marrón, su corazón le devolvió el detalle con un riego extra que le recorrió piernas y brazos, y su cerebro, temeroso tal vez de perder puntos en la escala de afectos y preocupaciones, envió tres o cuatro órdenes totalmente gratis. Cerró los ojos, se los frotó hasta el umbral del placer-dolor y tosió a propósito produciendo, más que un sonido, una acusación indignada con sabor a nicotina.


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El almacén de ideas

      Tras una carrera por el centro de la ciudad, el taxi les dejó cuando ya era noche cerrada en el cruce entre una calle del antiguo barrio judío y un callejón tan estrecho y retorcido que sólo podía ser peatonal. Bastaba una cadena humana de dos personas con los brazos extendidos para conectar las fachadas de los edificios a ambos lados.
      —¿Seguro que es aquí? —preguntó sin mucho entusiasmo Denis—. No parece una calle con mucha vida social.


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Ojos de pez

     Hubo una época en que sus compañeros de clase lo martirizaban llamándole cosas. «Ojos de pez ¿qué hora tienes?», «Carasapo ¿me prestas los apuntes?, «Iguana, te la vas a cargar». La letra se repetía con leves variaciones y la música siempre era la misma. Los responsables eran un par de ojos saltones como los de un camaleón que presidían la cara de Miguel y que, a menudo, le hacían envidiar las facultades del reptil. Pero aquella época estaba enterrada bajo décadas de paciencia, buen humor y, últimamente, incluso nostalgia.



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En un banco caben dos

     Tenía la costumbre de sentarse en el banco a tomar el sol, pero con el tiempo sus amigos dejaron de venir. Los bancos de toda la vida acomodaban a varias personas bajo los árboles, aunque las palabras unían más que la distancia. Hombres y mujeres se fundían en el espacio y en el tiempo y creaban formas que la memoria modelaba a voluntad. Pero el tiempo es feroz y el diseño cruel. Los amigos fueron muriendo y los bancos se convirtieron en sillones individuales situados de manera absurda que impedían la conversación. 


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Hamburguesas con queso

    «La comida basura tiene una ventaja», pensó Aidan. Y se añadió a la cola que esperaba cumplir con el rito de la carne.

    Decidido a no perder el vuelo, pero también a no pasar hambre, pidió, como siempre hacía en estos casos, un menú que sabía que no podría acabar. La hamburguesa, doble. Las patatas, grandes. La bebida, enorme. Hacía tiempo que sus necesidades alimenticias habían disminuido hasta redescubrir la racionalidad, pasados los cincuenta. Sin embargo, no se resignaba a pedir un menú inferior por miedo a quedarse con hambre. Siempre pensaba que era una reacción atávica a carencias pasadas. O tal vez el antídoto contra miserias presentes.



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En cualquier momento

      Le costó admitirlo cuando la aguja de la temperatura empezó a subir de manera anormal. Al final, cuando vio el humo saliendo por la rejilla del radiador, supo que tenía que parar allí mismo. Ladeó el coche hacia la cuneta todo lo que pudo y bajó con resignación. Se sentía estúpido. Por una vez había hecho caso a su vena estética y, en lugar de tomar la autopista, había decidido ir por la antigua carretera que atravesaba la sierra. Marzo se estaba acabando con gran esplendor y le apetecía ver los árboles y la vegetación de la montaña. No tenía prisa. Su familia le esperaba en la casa que tenían a unos cincuenta quilómetros de la ciudad. Iba a ser un fin de semana de descanso. Joana y los chicos se habían marchado la tarde del viernes en el otro coche. Él decidió salir el sábado después de comer, tras solventar unos asuntos. Faltaba poco para las elecciones y su presencia en la sede del partido se hacía cada vez más imprescindible.



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¿Qué hora es?

     Por tercera vez aquella tarde, repitió el mismo gesto. Se subió el puño izquierdo de la blusa y miró la hora que era. Después tomó la revista que estaba sobre la mesa y se dejó caer en el sillón. Sus pensamientos discurrían entre relojes dorados de marca exótica, ciudades de cristal en el desierto y modelos famosas con ojos de gato.
     Durante años fueron la pareja ideal. Todos sus amigos los ponían como ejemplo de lo que podía ser una relación estable en un océano sacudido por tempestades que arrasaban sólidos cruceros y los convertían en balsas. Todos admiraban su camaradería y su buen humor. Los momentos difíciles —«seguro que los tienen», pensaban todos— los superaban con la suavidad de las dunas cuando las mueve el viento.


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Sueños de campesina

     A las seis de la mañana, como cada día, Alysa despertó con una sacudida de su madre.
     —¡Venga, arriba! ¡Que la vaca no espera!

    Con la desgana de la rutina, Alysa se levantó del camastro y se remojó los ojos con el agua que había en una palangana, junto a la ventana. Luego, con sumo cuidado, como si le fuera la vida en ello, se remetió la camisola en la falda y procedió a arreglarse el cabello frente a un trozo de espejo picado que colgaba de la pared y que a duras penas reflejaba la poca luz del amanecer. Su madre, que hacía rato que andaba por la casa, se la quedó mirando con frustración.


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Dame un bolígrafo

     Tras media hora de viaje, la carretera se adentró en una zona más rural. El taxista-guía detuvo el coche en un breve mirador junto a la cuneta. A un lado, los campos de arroz inundados y de un verde incipiente competían en brillo con el cielo azul desgarrado por el sol del mediodía. Al otro lado, a un nivel más bajo, palmeras de formas atrevidas se abrazaban con descaro. En un riachuelo cercano, un grupo de mujeres de edad indefinida, ataviadas con saris de colores brillantes, retorcían la ropa que acababan de lavar. Después, con una liturgia bien aprendida, la sacudían y la extendían a secar sobre unos arbustos cercanos. Al lado de ellas, en una gran charca un poco más allá, un elefante se refrescaba en el agua y movía la trompa con vanidad.


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Eterno retorno

    El tractor cortacésped era de última generación. Era una máquina rápida y ruidosa con un asiento ergonómico en el centro, dos palancas y dos pedales distribuidos a ambos lados del asiento. Avanzaba con pulcritud sobre las suaves sinuosidades del jardín, cortaba todo lo que hallaba a su paso y luego, para acallar remordimientos, engullía el producto de su fechoría y lo vaciaba en tres sacas que portaba escondidas bajo el asiento. Más que controlar el cortacésped, el jardinero se dejaba llevar por él. Su mirada rara vez se levantaba más allá de unos metros por delante. Lo justo para respetar los bordillos y para no chocar con ningún árbol. En sus oídos, unos auriculares insignificantes combatían a su manera la estridencia del motor.



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La alfombra real

     Aquellas visitas se le hacían cada vez más interminables. Pero, evidentemente, no podía renunciar a ellas. Eran parte de su cometido y ayudaban a mantener la cohesión social en el reino aunque, personalmente, le suponían un desgaste físico y emocional que los años no hacían más que incrementar. Además solían ser todas el mismo día con lo que, al final de la jornada, acababa cansada y preguntándose de manera egoísta si la felicidad del reino podía compensarla de su dolor de artritis.


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Barras de labios

    Parecían sacadas de una película de los cincuenta. La hija, de unos cuarenta y tantos, iba vestida con lo primero que había encontrado. Su aspecto general, más bien vulgar, sugería una dejadez que contrastaba con la rancia elegancia de la madre, que tenía una edad indefinida y el peinado de una heroína de Fellini.
    La cafetería era una de esas franquicias que te dan cafés gigantes en vasos de cartón que no se enfrían nunca. Estaba empotrada literalmente dentro de una librería de moda, de las que tienen de todo, además de libros, y están en un centro comercial. El matrimonio entre los dos espacios creaba un escenario pretendidamente moderno, y sobre todo impersonal, que contrastaba con la imagen estridente de las dos mujeres.




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Territorio desconocido

    El coche finalmente dejó atrás la última calle de la ciudad y enfiló la carretera. A Megan no le gustaba conducir sola, y menos cuando la altura del sol indicaba que iba a llegar de noche. Aunque había hecho aquel trayecto docenas de veces y la carretera le era familiar, no era una zona muy poblada y tan sólo había una gasolinera con un pequeño y destartalado bar a mitad del camino. Megan pisó el acelerador y se dispuso a recorrer los cuarenta kilómetros que la separaban de su casa. El día había sido largo, como todos, y el viaje de regreso, aunque cansado, le servía para exorcizar todos los fantasmas que la acosaban a lo largo del día, durante semanas, desde la separación.


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Actores y actrices

      Siempre le había gustado aquel actor. Su mirada, su manera de hablar, sus gestos. Todo en él desprendía una virilidad incontestable que la agitaba y que recorría su cuerpo en todas direcciones. Cuando era niña nunca se perdía un capítulo de su serie. Luego, cuando los sueños en blanco y negro dejaron paso a las sensaciones en color, intentaba grabar algunos capítulos cada vez que reponían la serie en algún canal para nostálgicos. Clara disfrutaba con el pasado feliz y soñaba con el presente fugaz. A veces, incluso sonreía ante el futuro imposible. Hacía tiempo que había memorizado los rasgos y los movimientos de su ídolo y era capaz de anticipar frases y gestos en muchos episodios. De alguna manera, era su forma de relacionarse con él.


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Vuelvo enseguida

     —Vuelvo enseguida —dijo Sonia—. Sólo tengo que comprar cuatro cosas.

   El nuevo hipermercado había abierto sus puertas unos meses antes y durante semanas había sido la comidilla de todo el mundo. A Sonia nunca le habían gustado las grandes superficies porque le hacían perder tiempo. La supuesta comodidad y la extraordinaria variedad de productos con que se anunciaba el centro, la incomodaban más que otra cosa. La comodidad no era tal, pues debía desplazarse en coche y eso ya implicaba más tiempo. En cuanto a la gran variedad, Sonia era incapaz de apreciarla porque solía comprar los mismos productos, las mismas marcas y los mismos tamaños.


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La línea

   A los catorce años la violaron en un callejón. La policía consiguió detener al agresor, pero conocía a alguien importante y movió sus hilos hasta conseguir una sentencia ridícula. A los seis meses ya estaba en la calle, y desapareció de la ciudad. Pocos días después Eva gritaba en el paritorio. El bebé nació muerto, cosa que hizo respirar de alivio a sus padres, pero que a ella la hundió en la sima más profunda. 
    Cuatro años más tarde, con el futuro convertido en pasado y el cerebro agrietado por los antidepresivos, Eva flotaba de un lado a otro de la casa como un aura perdida en busca de un cuerpo. Un día encontraron a su padre muerto en el salón. El corazón había dicho basta. Su madre tuvo que hacer frente a demasiadas voces en su familia y en su interior. Al final, Eva  fue internada en una institución y su madre se dedicó a esquivar los múltiples fantasmas que poblaban la casa. 


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Vigilantes de seguridad

    La figura oronda del guarda de seguridad se intuía al final del pasillo, bajo las luces que iluminaban el acceso a los lavabos. Era una zona de mucho paso, y los clientes del centro comercial agradecían sin demostrarlo que hubiera vigilancia. Entre tanta gente, siempre cabía la posibilidad de que algún desaprensivo aprovechara el anonimato de la masa para hacerse con alguna cartera. Beltrán había sido guardia de seguridad desde que empezó a trabajar hacía ya varios años. El empleo le vino inesperadamente. Había pasado un examen que le capacitaba para el trabajo. Al abrir el centro comercial, la empresa que lo dirigía convocó un concurso y se presentó. Su carácter paciente y amable, y su físico impresionante hicieron el resto. Sólo tuvo que contestar a cincuenta preguntas ante un comité de selección. Cuando habían pasado las diez primeras el comité ya había decidido en su favor.


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miércoles, 19 de febrero de 2014

Equipaje de mano

    El vagón era moderno, frío y eficaz. El tren era rápido, silencioso y sin conductor. La mañana del domingo era un momento difícil para ocupar la mente y el metro no daba muchas opciones. Al fondo, junto al paso que conectaba con el otro vagón, había una mujer de unos treinta y tantos leyendo una revista. Frente a ella, dos jóvenes se entretenían mirando fotos en un móvil. Sobre las puertas, carteles con el nombre de las paradas de la línea y avisos de seguridad. Más allá, en los otros vagones, algún alma perdida en el horizonte negro que dibujaban las ventanillas sobre el túnel.


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Nighthawks

    El camarero depositó el vaso delante del hombre del traje gris y retiró el vaso vacío. El hielo no se había deshecho aún y al levantarlo produjo un tintineo nostálgico.
    —Disfrútalo, Hawk —le dijo—. Se me ha acabado la última botella y el repartidor no viene hasta mañana por la tarde.
   El hombre del traje gris levantó el vaso contra uno de los focos que iluminaban la barra, saboreó el color del whisky, y de un golpe se tragó su contenido, sin esperar a que el hielo hiciera su efecto. Mientras, en la calle, la noche ya era cerrada y la pared de cristal que protegía las melancolías internas de la angustia exterior dejaba ver una acera vacía.



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Llámame

    En diez minutos el autobús estaría en la parada. Apresuré el paso. La lluvia que había caído durante la noche había formado pequeños charcos a uno y otro lado de la vereda de cemento que llevaba a la marquesina a través del parque. Pero nada se reflejaba en ellos. El agua acumulada era una sopa ocre que no dejaba sospechar el auténtico color de la tierra de los parterres.
     Cuando finalmente llegué a la parada, había tres personas esperando.



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Estación de paso

    Siempre le habían gustado las películas en blanco y negro sobre la América de la Depresión. En especial, le gustaban las que en algún momento el protagonista, por alguna razón, se subía a un tren de carga, casi siempre en marcha, y se alejaba del lugar. El vagón casi nunca estaba vacío. En él solían viajar otros buscadores de fortuna, maleantes o desgraciados en busca de paisajes. El suelo estaba cubierto de paja, porque a menudo eran vagones de transporte de ganado, y si hacía mal tiempo o el tren corría mucho, el portón lateral se cerraba deslizándolo hacia un lado. Luego, dentro del vagón, la vida continuaba por nuevos derroteros en espera de la tierra prometida. A veces había confesiones, o peleas, o besos, o siestas reparadoras. A veces se compartía algo de comer o de beber. A veces había muerte, pero el vagón estaba lleno de vida. Fuera lo que fuera, el tren seguía su curso inexorable hasta la estación de destino.


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El vendedor de seguros

    Aquello le parecía una barbaridad que atentaba contra las más mínimas normas de seguridad. Dejar la llave bajo el felpudo de la entrada, como había visto en muchas películas, era una estupidez propia de mentes inocentes, que vivían en barrios bien. En la vida real, aquella actitud casi reclamaba un escarmiento que, más tarde o más temprano, acababa determinando la entrada en la madurez por la puerta estrecha, y con la policía tomando notas sobre el robo. Por eso le sorprendió sobremanera la actitud de una mujer en la acera de enfrente. A  la vista de todo el mundo, aunque en aquellos momentos sólo él pasaba por la calle, la mujer había levantado el felpudo cuidadosamente para no ensuciarse la mano y había depositado la llave en el suelo. Después había vuelto a colocar el felpudo en su sitio, se había incorporado y, con toda naturalidad, se había alejado calle abajo.


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Cita a ciegas

     Tras rebuscar infructuosamente en todos sus bolsillos, Julia aceptó la realidad. Había ido a la biblioteca sin nada con que escribir. Ni un lápiz, ni un bolígrafo. Nada. Se había dejado el estuche sobre la mesa de la cocina. Naturalmente, podía pedir un bolígrafo a alguna otra estudiante, o incluso al bibliotecario, pero se lo impedía su timidez enfermiza. Era la misma timidez que le impedía saludar a sus compañeros de clase cuando los veía paseando en grupos por la calle. La misma timidez que le impedía dar la mano a los conocidos de la familia. La misma timidez que arruinaba la mayoría de sus actos cuando había implicado alguien más.


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Corazones de papel

    De pequeña, cuando había muchos árboles y mucho tiempo para fijarse en ellos, siempre le hacía ilusión descubrir alguno donde alguien hubiera escrito en la corteza dos nombres dentro de un corazón. No sabía qué le gustaba más, si el aroma de romance que desprendía la inscripción, o el misterio que se escondía tras los dos nombres desconocidos. Su imaginación infantil recorría los surcos del tronco y terminaba dentro del corazón, donde su nombre, Berta, permanecía a la espera de que algún niño inscribiera el suyo.



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Abierto las veinticuatro horas

   El piloto rojo de la gasolina hacía un buen rato que gritaba en la oscuridad. Se mantenía encendido en espera de tiempos mejores mientras la aguja que le acompañaba se dejaba atraer por el lado vacío del indicador. Tomás necesitaba desesperadamente una gasolinera o se quedaría tirado en cuestión de minutos. La ruta ya no le era familiar porque había abandonado la región cuando era joven. Su decisión de volver a pasar por la antigua carretera que atravesaba el pueblo, en lugar de tomar el desvío, confirmaba una inclinación al decaimiento casi tan pronunciada como la de la aguja del indicador. Nadie le esperaba en su casa, y mucho menos en Río Piedras. Por eso decidió entrar en el pueblo con la esperanza de encontrar una gasolinera.


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El número de Harper y Baxter

    Últimamente, el brazo derecho le abandonaba a medio espectáculo. Al cabo de un rato en el escenario, empezaba a sentir un hormigueo desagradable que poco a poco se iba transformando en un dolor intenso que le atravesaba el brazo desde el pulgar hasta el hombro. Al final, el brazo se rendía totalmente. Entonces Harper improvisaba una mueca teatral y comenzaba a utilizar el otro brazo, como queriendo controlar a Baxter, su travieso e impredecible muñeco. Cuando terminaba la actuación, se retiraba a cualquier sala que hacía de camerino improvisado y depositaba a Baxter en una silla, con cuidado de no estropear las facciones de su cara. Después se lavaba el brazo con agua fría y le daba un sorbo a su botella de whisky barato. «Frío para la carne y calor para el espíritu», se decía siempre.



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La estantería

   Tener butano en casa era cosa de ricos. Por eso, cuando aquella Navidad decidieron comprarle un camión de juguete no fue uno vulgar, de los que llevan cualquier cosa pero siempre vienen vacíos. Tampoco fue uno pequeño, de los que parecen hechos para conversar con las furgonetas sobre amores imposibles. Fue uno enorme.
     Era un camión con la cabina de color rojo y unos faros como los ojos de una rata, que miraban fijamente sin decir nada. La rejilla del radiador reproducía una mueca un poco triste, porque los extremos se inclinaban hacía abajo, pero a Max le gustaba. Era demasiado joven para entender de melancolías y sonrisas caídas. Lo único que le importaba eran las veinte bombonas de plástico, todas de estricto color butano, que se acumulaban en el remolque.



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Del cielo llovieron colores (intro)

Del cielo llovieron colores. P.T. Debonair (AuthorHouse, 2014)
"Una nueva voz en el panorama literario español venida a enriquecer, con su acento propio, el género del relato breve." Montse de Paz, Ciudad sin estrellas (Premio Minotauro 2011).


Profesor de Estudios Ingleses y Norteamericanos en la Universidad Rovira i Virgili, P.T. Debonair (Pere Gallardo-Torrano) vive y trabaja en Tarragona, Catalunya (España). A lo largo de su vida ha viajado a más de veinte países de cuatro continentes y siente una fascinación especial por el género de la utopía. Del cielo llovieron colores es su primera incursión en el mundo de la ficción, aunque anteriormente ha publicado artículos académicos sobre literatura, cine y cultura en inglés, catalán y castellano. También ha coeditado varios volúmenes con material académico sobre su especialidad.